Curandero se recreó durante la pandemia, ya con carácter cercano. Michels Manchego lo construyó para dos cámaras caseras y le hizo un rancho que era entre juego de niños y escenografía de teleteatro en vivo. De allí evolucionó hacia el escenario postpandémico y por ese camino llegó al de cercanías.
Como la Ficstoria, el teatro cercano no es un género, ni es una categoría absoluta. Es un concepto, una palabra que sirve para pensar el teatro que hacemos, el que queremos y el que detestamos.
El escritor y el director y los técnicos, prefiguran, preparan el encuentro, pero la incitación definitiva, el pulso básico ocurre con el que se pone de frente y llama al público. El llamado, el pregón está en el actor o la actriz, no en la publicidad, que es una transfiguración de la política de masas y la sociedad del consumo. Hace tiempo que no se oye música, por ejemplo; se consume. También el teatro se consume y dado el volumen de ventas, se valora.
Es el actor el que llama y el que se encuentra. Con él vamos los demás. Claro, la totalidad se pone en juego, pero todo ello sin el actor nada sería o sería otra cosa. Espectáculo. Nada malo. Sin embargo, en el actor está la sustancia humana del teatro. Antes del fuego, antes del tambor, antes de todo estuvo la actriz, el actor, dispuestos al encuentro.
La Cercanía es el antes del fuego, el antes del tambor. Como lo hacen los que apetecen el cruce, la coincidencia, la colisión, la escaramuza, la re-unión, Michels, el actor, busca, lucha con las formas, con los moldes, con los lenguajes, los códigos de la escena, y ha pasado por varios; decir, hacer, pensar, mover, mirar, ver, picar, imaginar. Su Curandero da cuenta de todos ellos y en la cercanía puestos se sienten y provocan.
Cuando canta el no-canto del ‘funinasito’, reta al gallinazo que propiamente es la muerte; cuando desafía a la ‘Javiera’, reclama compañía, impropiamente amor; cuando aturde contra los de ‘Juan del Corral’, que son la imposición, exige justicia; cuando atruena contra ‘Seguier’, el francés, que es el verdadero poder, pugna con el desconocimiento, con el olvido; cuando impetra sus yerbas, la materialidad del deseo, quiere su curación, sin cesar, la vida que se le acaba.
En la cercanía de la VargasFu son más curativas sus yerbas, es más perentorio su reclamo, más envolvente su rancho, más presente su Javiera, más insidioso su perro, más repugnante su Seguier, más intensa su lucha, el agón más agónico, más muerte la muerte. Y más viva la vida cuando acepta el advenimiento, la presencia y las incursiones del expectante, que es el otro en el encuentro cercano.
La magia de la cámara no queda atrás cuando se ingresa en ámbitos de cercanía. Pero la cercanía no es solo la ausencia de distancia; no es solo el “close up” o las artes de la imagen; es, además de la bella retórica de la escena, la acogida, es la aceptación de la presencia del otro, lo que es el amor propiamente, lo que enajena, lo que conmueve.
Es como entrar en la intimidad de la amada, en la atmósfera de la piel, en la tibieza gravitacional de la carne, en la órbita de la luna del sabat. Por eso siempre han calificado de putas a las actrices y de golfos a los actores. Desde la mirada normativa, moral o financiera, es imposible entender la aceptación del libre encuentro en cercanía. A duras penas se resiste por que paga, por la propaganda, porque genera ganancias y clientes.
Sus placeres y sus riesgos, los de la cercanía, son los de la vida misma, que es a la vez la muerte. Por ello “José Nicolás de Villa y Tirado” está tan vivo, tan cerca de la muerte, tanto como el espectador lo está del no-canto triunfal y agónico del Curandero, en este Teatro de cercanía.
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