Así es el teatro. Cuando descubrí que el objeto que caracteriza a Hamlet es una navaja de bolsillo, más que el largo machete con el que hace esgrima, descubrí un posible sentido de ese montaje magnífico, su objeto.
Manejada con delectación, la navaja mata dos veces, ambas a representantes del poder que Hamlet considera ilegítimo, Polonio y el nuevo rey. Y los mata sin disimulo, sin engaño, contrario a la forma como murió el viejo rey, su padre, ridiculizada en la parodia de los comediantes con el veneno y la oreja legítima.
Hay un objeto más de vestuario que caracteriza a Hamlet; una bufanda o chalina de piel que trae al cuello a su regreso del trastocado y revelador viaje a Ingalaterra, donde darán muerte, a cambio suyo, a los sórdidos y aparentes Rosencrants y Guildenstern. Hace juego con la sempiterna bufanda de intelectual setentero que porta Horacio en todo momento.
El espectro aherrojado del rey muerto, atormentado y rodeado de sombras vigilantes le revela la verdad, el crimen originario. La escena omite los antecedentes que preparaban la credibilidad del suceso. Va directo a la conciencia del hijo afrentado, que de inmediato lo acepta. No hay duda; es la sombra del padre que reclama venganza.
Sin embargo, comprobar la verdad del mensaje de ultratumba, en la realidad de los sobrevivientes, es la tarea que construye la obra. Sin ella no habría escena con la madre, ni asesinato de Polonio, ni muerte de Ofelia, no habría parodia de los cómicos, ni viaje a Ingalaterra, no habría demostración palpable en la carta que pide al ingles matar a Hamlet. No hay duda, pero se requiere la constatación evidente, la prueba del crimen.
¿Por qué omite también este montaje la escena en el oratorio, donde Claudio intenta rezar y su sobrino se abstiene de darle muerte, de vengar el crimen, con el argumento de no enviarlo redimido de su pecado por el arrepentimiento? Talvez porque este Hamlet no tiene esos escrúpulos, no para en mientes y lo hubiera apuñalado, como lo hizo con Polonio, creyendo que era este otro, en la alcoba de su madre…
El Hamlet navajero y violento es heredero de un mundo que se descompone a partir de la ambición criminal de su tío, el crimen primordial; Claudio es la otra cara del relicario que mira en el pecho de su madre, amada y débil, lasciva y cobarde, sometida, subyugada por la fuerza de la violencia mafiosa, bajo resguardo de una única arma de fuego que porta silencioso guardaespaldas enmascarado.
Para mi particular gusto e interés es muy importante este montaje. El Teatro Libre lleva décadas trasegando con esa dramaturgia, esa cultura, ese vínculo teatral, esas palabras. Aún recordamos el inefable “Lear” interpretado por Jorge Plata en un montaje que sigue siendo hito de la historia del teatro en Colombia. ¿Debo decirlo? Ese intento y ese propósito me involucran, me incumben, como varios otros que de mencionarlos ahora resultarían contradictorios, lo que en ningún caso compromete a los implicados. Y desde allí, no pretendo que mi lectura sea la justa, sino la que me gusta y la expongo animado por la idea de dar un debate necesario, sobre el teatro y este país.
En mi opinión, los objetos, el vestuario, la escenografía, develan el sentido de esta obra, puesta en escena en un país atravesado por mafias criminales que se disputan el poder, sin consideración, sin freno. En mi criterio que en lugar de negar otros juicios los invoca, Colombia es esa Dinamarca corroída por la ambición y la brutalidad, que se disputan castas feroces ante la impunidad de una justicia coludida, inexistente.
Bien representada la inane justicia por el servil Polonio, el inconforme y peligroso Hamlet arrasa con toda su familia. Primero al mismo viejo, que se atreve a fisgar al servicio de su señor, ante los ojos de la reina puesta en evidencia y por accidente merecido. Luego a su hija Ofelia, que no comprende el consejo salvador del navajero asomado ya a la destrucción inminente: ‘vete de aquí, sal de esta canoa que se hunde’, “vete a un convento”, le dice y ella se ahoga en la locura de los afectos entrecruzados, de las razones filiales y la realidad insoportable. Finalmente, al hijo, Laertes, promesa de futuro, que prefiere pagar su préstamo beca antes que asumir la realidad podrida de su familia, de su patria agonizante.
La chalina de piel que lleva Hamlet en la segunda parte de la obra hace pares con la alegre apariencia de sus conductores. Muy británicos y elegantes, con sus bolsos de cuero, casi valijas diplomáticas en las que llevan la sentencia de muerte del insurrecto, para ejecución en el reino amigo. Descubierta la trama, sin timidez ni demora, nuestro Hamlet cambia la orden y los envía a la muerte para regresar divertido. Su risa es ironía enardecida, furia retenida, furor de venganza.
En el cementerio la calavera de Yorik, su maestro de sarcasmo, lo asoma a la verdad, como lo hace también el sepulturero que abre la fosa de Ofelia, donde se presagia la devastación. El reencuentro de lo inconciliable da lugar a una primera lucha cuerpo a cuerpo con Laertes, en la que ya se trama el nuevo crimen. No es mayor el amor del hermano a esa promesa virginal que el del navajero criminal que la llevó a la muerte.
Razón de la sin razón, Hamlet se enfrenta, envuelto el cuello en alta piel y cargado de argumentos, contra los más altos poderes, en su decisión definitiva: si atendió poco antes, sorprendido y aminorado la orden de partir, ahora ha regresado, con la certeza de obrar con verdad, sin consideraciones ya imposibles.
Hay en la escenografía de la obra una voluntad de utilizar mecanismos tradicionales. Los dos paneles móviles que se transmutan para la segunda parte, pasan de la representación simbólica, esquemática de la muralla de un castillo, a una representación en color de lo que podría ser un horizonte, el perfil de cerros lejanos talvez, de manera geométrica.
Frente a esos grandes objetos y a través de ellos se mueve la acción. Sirven de bambalinas, de patas, como representación de múltiples lugares en el primer acto: la muralla, la alcoba materna, el teatro, etc. Y en el segundo acto, el cementerio y el salón de palacio, donde se da la lucha final, con largos machetes, que resulta espectacular, vistosa y teatral por excelencia.
No son estos paneles la representación naturalista de los espacios tiempos, sino sugerencias de lugares que soportan la acción signada temporalmente por vestuarios y utilería. Las proyecciones con gobos en las paredes y en el piso del escenario podrían sugerir significados vinculados con la sacralización del poder. Empero, nuestra localidad en primera fila nos impidió ver suficientemente lo que generaban esas proyecciones en algunos momentos y en relación con los espacios de la acción.
No es sencillo representar el Hamlet del Libre, que no es el de cualquier otro teatro. Todos apreciables seguramente, porque es posible hacerlo en clave juvenil, de clowns, con unos pocos actores, profesionales o aficionados, con traducciones fieles en versiones íntegras para adultos, con muñecos o para niños, incluso en silenciosa pantomima, como lo hemos visto en otros teatros y distintas condiciones. El teatro tampoco es propiedad de los teatreros, es patrimonio de la humanidad.
El actor protagónico no es un muchacho, no es un viejo, y a golpe de vista no cumple la norma del joven buen mozo. Claro, Hamlet no es cojo, ni tuerto, no es minusválido. Pero no es alto, fornido ni atlético, para no decir rubio y blanco. Es un actor rollizo de apariencia entre latina y turca, con mirada desorbitada, energía poderosa, palabra fluida, voz clara y bien proyectada, que conduce el sentido de su acciones y palabras con acierto.
Basta con ello, pero quisiera decir para el debate, que logra diferenciar la ironía fina y el sarcasmo sangriento, que consigue hablar con el espectador y con el interlocutor teatral de manera comprensible, que logra conjugar el gesto y la palabra en acción emocionada con orientación coherente en relación con la totalidad. Que comprende la orientación general del montaje y en tal marco su personaje. Que no se le cae la energía y sabe sortear situaciones inesperadas, que maneja con vitalidad el machete y se mueve de manera verosímil, enérgica y precisa, en la lucha física. Qué más… Que logra ser reconocido por sus compañeros de escena, aunque no sabría hasta donde le aporta al trabajo en colectivo, sin necesidad de fundirse ni confundirse en él.
Son 13 actores y actrices los que asumen el difícil cometido de representar este Hamlet. El desempeño del elenco completo resulta digno, pero hay que decir, para no parecer demasiado obsequioso, que Ofelia logra muy bien toda su primera aparición, pero luego se confunde; que la Gertrudis está construida con solidez, pero su escena casi incestuosa resulta un poco a trompicones y la entrada emparamada está falta de imagen y de vida; que Claudio es suficiente y revelador aunque está un poco acartonado; que Polonio se queda a veces corto en la dinámica pero logra decir y hacer su función con humor; que el sepulturero es magnífico; que Laertes promete y está muy bien en la primera escena y en las luchas, pero en la relación con el rey se queda corto; que algunos cómicos a veces no se la creen; que el Espectro es estupendo y el cómico del mismo actor, brilla divertido y funcional; que Horacio es muy buen respaldo para Hamlet y permanece atento y adecuado con su bufanda de escritor de los años setenta; que Rosencrantz y Guildenstern son muy sórdidos y londinenses aunque un poco tiesos; y que el guardia ineludible es peligroso, pero cuando se quita la máscara su mirada no es clara; que la música y las luces son funcionales y operan bien.
Y ahora la muerte… En mi concepto, feroz metáfora construida sobre la versión de Diego Barragán, y dirigida con pulso y firmeza por Ricardo Camacho, desde esa marca de fuego que da una alta idea del teatro, sin perder la palabra encendida del dramaturgo isabelino; quien por ventura imaginó hace cuatro siglos que se haría su obra precisamente en un país de mafiosos y cobardes, país que no logra detener su caída al abismo, aún. Lo demás es silencio.
17 de febrero de 2023
Camilo Ramírez Triana
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