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“La Casa Grande. Aquellas aguas trajeron estos lodos"

Sobre “La Casa Grande (Aquellas aguas trajeron estos lodos)” del Matacandelas se ha dicho poco. En la página web del grupo antioqueño hay comentarios del estreno más bien lánguidos, presentaciones emotivas de la obra, incitaciones para los espectadores que no llegan a ser respuesta suficiente ante la fuerza expresiva, la poderosa belleza que conmueve y lacera en la escena.

La creación no ha sido interpelada con vigor por la crítica, ni ha sido reconocida por la teatrología u otras ciencias del teatro que hoy pululan. Por fortuna el colectivo, su director y su obra se bastan para lograr el espacio que tienen bien merecido en la cultura teatral.

A más de un lustro de estrenada pudimos verla de nuevo en Bogotá, con su poderosa retórica escénica, su poética intachable, su técnica y estilo rigurosos… estremecedores. Estremecimiento es el término que queda luego de presenciar el resultado de una investigación profunda, principios escénicos decantados, concentración acendrada, habilidad técnica genuina, solidez y claridad actoral destacadas, pero sobre todo vigencia escénica incuestionable.

Los objetos significativos, las luces reveladoras, el coro y los cantos elocuentes, la caracterización ajustada, la sucesión de acontecimientos tramados con certeza, las imágenes poéticas enlazadas con habilidad y la palabra encendida, de dicción realzada en los relatos y los diálogos, conducen de manera ineludible a la conmoción que el espectador experimenta.

El discurrir teatral hace ver minúsculo el discurso negacionista que se atreve aun a cuestionar la memoria del luctuoso acontecimiento de comienzos del siglo XX. La mezquindad de este contrasta con la altura trágica de la historia que relata “La Casa Grande” de Cepeda y recrea estremecido el público de la obra teatral.

La masacre de las bananeras revive en la escena por las artes de un teatro inobjetable. Allí estará la razón del silencio de los académicos y la despreocupada indiferencia de los cenáculos de la cultura. La creación artística sigue teniendo la palabra. No la acompañan, al parecer, los investigadores (ojalá me equivoque), ni los comentaristas del entretenimiento, y menos lo ha hecho el sanedrín político del país, distraído en las quisicosas del poder y los negocios.

Por qué, entonces, se mantiene en los escenarios, nos preguntamos. Y su propia dialéctica nos responde: el fresco de una sociedad que se abre como fruta madura a la pudrición, solo es bien recibido por los dispuestos a aceptar que la patria se labró sobre la negación y el desconocimiento de las mayorías, que desde las alturas se invisibilizó el horror de la violencia que el aparato institucional prohíja, construido para el desconocimiento y la negación.

Es el arte la que debe hacer su propio lugar en la cultura, en la sociedad; y no contará para ello con el apoyo ni la anuencia de las instituciones, corroídas por una ceguera inveterada, perfilada en los albores de la república patriarcal, blanca, violenta y enamorada de la de la riqueza y su fácil comodidad. El arte, no el entretenimiento, ni los divertimentos a la moda, ni la holgazanería de las burocracias y las academias. El Arte con mayúscula es la llamada a despertar del marasmo a las víctimas incautas del aparato reproductor del olvido y la ignominia. Un arte capaz de ver en las aguas del pasado los lodos del presente y la lava del futuro.

CRT

31 de marzo de 2024

Casa de Fu



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